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Inicio Análisis

La precarización del trabajo artístico

Por Daira Montesinos y Francisco Lugo
junio 18, 2025
Tiempo de lectura: 5 mins read
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La precarización del trabajo artístico

“La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto”
(Marx y Engels, Manifiesto comunista).

La fascinación del ser humano por el arte a lo largo de su historia —y a través de todas las culturas— es la fascinación por su propia capacidad de transformar su entorno. Esta capacidad, que ejerce por medio del trabajo, tiene una peculiar manifestación por medio del arte, en el que se expresan de manera personalísima nuestras posibilidades como creadores. Llegando a usarlo como método ritual y en sus ceremonias mágico-religiosas, en su origen ancestral, con el surgimiento de la propiedad privada (a partir de la cual la sociedad se dividió en distintas clases), el arte se convirtió en una ocupación especializada, patrocinada en el pasado por las propias instituciones sociales, que manifestaban también por medio suyo su ideología, a la par del interés de los mismos artistas por la forma y la técnica.

Cuando la clase burguesa ascendió al poder político, implantando su propia forma de producir e intercambiar los medios de subsistencia, los artistas tuvieron que depender por primera vez de una relación directa con sus compradores individuales —y ya no sólo del Estado y la Iglesia— como su principal sustento, hasta llegar a producir para un mercado especializado del arte, que convirtió a su obra en el objeto de la codicia de los especuladores, para los cuales su genuino valor artístico es secundario. Por primera vez, bajo el sistema capitalista, los artistas y artesanos entraron en conflicto con el modo de producción social, desviando gran parte de su atención hacia su propia subsistencia, muy a menudo al margen de sus necesidades estrictamente creativas.

El arte, que en principio es una forma de trabajo esencialmente opuesta al trabajo asalariado, vio cómo su lugar privilegiado en la sociedad se volvía muy relativo, condicionado para existir por los intereses de una nueva clase dominante, interesada fundamentalmente en la obtención de ganancias, ya sea sujetándolo al mercado especulativo, o masificándolo. En palabras del marxista peruano José Carlos Mariátegui: “La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre”. Como un ejército rodeado por varios flancos, mientras que una élite mayormente servil de creadores se atrinchera en la cima del éxito comercial, una multitud marginada se bate en múltiples frentes, permitiendo que su talento sea explotado, al tratar de preservarlo. Veamos algunas instancias del caso mexicano.

En la actualidad, el mercado del arte ha encontrado un nicho de enriquecimiento a través del alza excesiva de precios de los productos artísticos suntuarios, en medio de una andanada de propuestas desprovistas de técnica, talento e intelecto. Estos casos se vuelven más recurrentes dentro de la rama del arte contemporáneo. Un conocido ejemplo nacional es el de Gabriel Orozco, cuyas piezas de arte-objeto se promueven ávidamente en las galerías de prestigio. A este artista se le identifica por su propuesta basada en objetos comunes y corrientes: cajas de zapatos, balones ponchados, bumerangs de madera, y más; a varios de estos artículos cotidianos, sin sujetarlos a mayor intervención por parte suya y así y tal como salen de la fábrica, Gabriel Orozco los presenta como sus propias obras ante el mercado. En consecuencia, alcanzan tarifas de venta que despegan desde los $50,000 pesos mexicanos.

Es decir que el arte contemporáneo ha venido a demostrar que los simples objetos pueden alcanzar un valor especulativo inimaginable si una élite de galeristas y curadores burgueses los nombran arte. Es aquí donde el sistema capitalista hace completa abstracción del valor artístico real y relativiza su diferencia con las mercancías corrientes. Es decir que dentro de todo gremio del artístico existe esta minoría privilegiada de mercenarios que se hacen llamar artistas, surgiendo en seguida la pregunta: ¿Y dónde quedan el resto de los artistas que no pertenecen a este sector?

Cierto es que, dentro del ámbito del arte, nos encontramos con una amplia gama de personas practicando diferentes oficios y especialidades. En este grupo están los que puedan denominarse artistas, artesanos, trabajadores del arte, etc. Su supervivencia los lleva a depender de su fuerza de trabajo. Por lo tanto, aun con todo el refinamiento de sus capacidades y desde una perspectiva rigurosamente marxista, constituyen una parte del proletariado, en términos también de su interés de clase. Dicho esto, dentro del sistema capitalista, los artistas también son prestadores de servicios y, hoy en día, debido a su explotación, están sujetos a la degeneración competitiva del libre mercado. Son factores sistémicos los que gestan la precarización del sector no privilegiado del arte.

Los ejemplos, son numerosos y entre algunos de ellos encontramos a grandes empresas como Comex, que patrocina festivales de arte urbano cuyas convocatorias de reclutamiento, ya sean dirigidas a artistas o muralistas, se justifican tras la intención de intervenir pictóricamente espacios públicos con el objetivo —puntualizan— de “rescatar el tejido comunitario”. Mas, el fin no justifica los medios y estos festivales, entre otros (como el conocido Ciudad Mural, del Colectivo Tomate), diseminados por toda la extensión del país bajo la denominación de una A. C., gestionan recursos más que suficientes para su realización y, sin embargo, también son conocidos por no asignar un sueldo digno a los artistas seleccionados.

Este mismo modelo de proyecto con fines comunitarios por medio de un contrato a corto plazo lo réplica el gobierno de la CDMX, con programas de apoyo y de beneficio social a través de prácticas artísticas. El modo de contratación no es diferente al de las iniciativas privadas, puesto que no incluye ningún tipo de prestaciones ni de seguridad para el trabajador. En el caso del programa PILARES, los sueldos de los talleristas se reparten a través de un tipo de beca para que no sean considerados formalmente como trabajadores. Bajo esta falta de regulación laboral ya se han visto perpetrar las peores consecuencias: en 2020 acaeció la trágica muerte del muralista Aníbal Meléndez, quien trabajaba para el programa Iztapalapa Mural, en ese entonces dirigido por la ahora jefa de gobierno Clara Brugada. Durante su jornada, y a consecuencia de no portar arnés ni casco, Aníbal cayó fatalmente de cabeza, sufriendo un derrame cerebral y falleciendo lamentablemente en el hospital.

De muy reciente memoria, puede citarse también la tragedia de los fotógrafos Berenice Giles y Miguel Hernández, en el festival musical Axe Ceremonia, abandonados sin justicia por empleadores y autoridades. Así no es de extrañarse que otros tantos trabajadores precarizados del arte busquen alternativas, como la promoción de talleres recreativos tan independientes como informales, o se resignen a competir en el trabajo artesanal, en condiciones sumamente desiguales, contra la producción en masa de objetos decorativos, o acepten comisiones de diseño a destajo (freelance), ahora mermadas por el auge de la IA. Y mientras unos luchaban por un lugar en la cima de la pirámide de los apoyos estatales, como los del FONCA, otros se organizaban tras la pandemia para exigir el pago de adeudos gubernamentales por sus servicios, en el movimiento No Vivimos del Aplauso.

Queda evidenciado que el mejor interés del arte se identifica con el mejor interés de la clase trabajadora. Para que el arte sea verdaderamente nuestra herencia en común, los artistas deben asumirse también como revolucionarios.

Temas: arteCapitalismoCiudad de MéxicoJusticia para Aníbal Meléndezprecarización
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