
Las ideas materialistas de Lucrecio fueron recuperadas a inicios del siglo XV por el cardenal alemán Nicolás de Cusa. Éste sostuvo que el universo es infinito y por tanto no tiene centro, que la tierra no ocupa el centro del cosmos y que es semejante a otros planetas; desarrolló una filosofía panteísta –la idea de que Dios y la naturaleza son lo mismo–precursora del materialismo moderno: “Dios está en todas las cosas, de la misma manera que todas ellas están en él”.
1 La estafeta heredada por Lucrecio, Cusa y Copérnico fue retomada por el fraile dominico Giordano Bruno en el siglo XVI, más de mil años después de Lucrecio. La irreductible convicción sobre la infinitud del universo y la infinidad de mundos –algunos de ellos habitados por animales y seres inteligentes– que adornaban el cosmos, le costará a Giordano el destierro, ocho años de cárcel y finalmente morir en la hoguera de la Inquisición por su negativa a retractarse de sus ideas. Se mantuvo firme hasta el heroísmo, después de años de martirio desafió a sus jueces diciendo “Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo de escucharla”
2 y se negó a besar el crucifijo que los monjes católicos le ofrecieron. El 17 de febrero de 1600 fue quemado vivo en la Plaza de Flores, en Roma. Su muerte y sus ideas nos abrieron las puertas de un universo infinito, puertas que, durante más de mil años, habían sido cerradas a la humanidad por el dogmatismo medieval. Otro más de los crímenes inenarrables de la Iglesia Católica. [
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